La tarde se hacía calurosa aunque pasaban ya de las ocho, había paseado por las viejas calles de mi barrio que hoy son el santo y seña de esta ciudad, y había estado observando su colorido, sus guirnaldas de papel, sus Mantones de Manila colgados y cruzando las calles de lado a lado, para dar brillo y sabor a estas fiestas de La Virgen de La Paloma, los bares preparando sus tenderetes a la calle, las luces, sus terrazas a las aceras, las sillas las mesas, los altavoces que luego en la noche atronarán nuestros oídos, la pista de baile popular, la decoración verbenera invadía cada uno de los locales, los balcones que dan a las calles, y así Calatrava, Humilladero, La Paloma, el Angel, Luciente, Sierpes, la Cebada, Águila, Mediodía Chica, Mediodía Grande, Oriente, Tabernillas, Toledo, y otras muchas, todas y cada una de ellas tomadas por el pueblo para su uso y disfrute, un placer para los sentidos, para todos y cada uno de ellos, gentes de mil lugares, disfrutando de las mil músicas que sonaban, y de la alegría cuando ésta se comparte.
Había caminado tanto, que el cuerpo me pidió un descanso a cualquier precio, me senté en el quicio de un portal donde el frescor me entraba por la espalda y me daba la vida. Mientras miraba los adornos que quedaban a la altura de mi mirada, apoyado contra la pared y vencido, quizás por la ingestión de algunas cervezas, me fui quedando dormido poco a poco sin que nada pudiera ni quisiera hacer, de repente el eco de unas voces de chiquillos me despertaron unos años atrás, escuché golpes en la puerta con los tiernos nudillos de su mano, era mi amigo Carlos que me venía a buscar para decirme, que arriba en la azotea, me esperaba con su guitarra. Teníamos la llave de aquella gran habitación a la libertad, al sol, a la luna y a las estrellas, nuestra fábrica de sueños en un tiempo en que soñábamos todos los días, Dylan, Beatles, Stones, simplemente eran estrellas fugaces, que sabíamos existían pero nadie las había visto, algo así como el amor, del que algunos dicen lo mismo, eso sí, de vez en cuando se dejaban caer en alguna revista de peluquería de señoras, donde sus fotos las recortábamos para decorar las puerta de nuestra habitación, por cierto, que compartía con otros dos hermanos más, y claro, sus gustos eran otros, casi siempre con ojos, pechos y piernas muy bonitas, como yo les decía, vuestra pared parece la de un taller mecánico, y la tuya la de un mariconcete con esos tíos con pelos largos de mujer.
Pero ellos eran mis dioses, compraba y siempre escuchaba sus discos que giraban a las revoluciones de aquel entonces 33 ó 45 rpm, en un tocadiscos portátil Philips, alguna vez con un par de pesetas sobre la cabeza del brazo para que pisara bien los surcos y no saltara la canción y te volviera loco.
Todos los días, y después de inventarme una excusa que no convencía a nadie, mi madre me perdonaba de dormir la siesta, y con mi guitarra emprendía escaleras arriba en busca de Carlos, y allí como dos disciplinados músicos, ensayábamos nuestro repertorio, que era la envidia de nuestros amigos, canciones como Perfidia, la Yenka, Flamenco, o Twist And Shout, Keep on Running, pero sin saber ni papa de inglés, ponían a prueba, nuestros cortos dedos estirándose para poner acordes aprendidos días atrás, y a nuestras voces para cantar dios sabe en que tono.
De vez en cuando, había que tener cuidado con la señora Gloria, quien más de una vez subía a la azotea para comprobar si las voces y los ruidos que ella dudaba escuchar, provenían de arriba, menos mal que nosotros sentíamos sus andares de tres piernas, una de ellas su garrota, y nos daba tiempo a escondernos tras la ropa tendida que horas antes había dejado nuestras madres para secarse al sol.
Más tarde, las voces de nuestros amigos se oían por el hueco de la escalera, llamándonos y silbándonos, para jugar al "rescate" o a "la madre que es tonta", al "bote bolero", para fastidio de esas siestas veraniegas de la vecindad, incluidas las de nuestros padres, quienes a veces salían por las corralas sujetándose los pantalones con sus manos, y poner voz en grito maldiciendo a los chiquillos en tono amenazante, que no les quedaba otra que salir corriendo por el portal. Nosotros cuando atemperaba todo, entrábamos por la ventana de la habitación de Carlos mi amigo, que estaba entreabierta y daba a la corrala, dejábamos allí las guitarras, y bajábamos las escaleras de tres en tres para reunirnos con ellos a jugar.
Un pelotazo en mis piernas me despierta de ese viaje a mi niñez, y con una sonrisa devuelvo la pelota a esos niños, entre los que en otros tiempos, estuve yo.
1 comentario:
simplemente precioso...
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